Sobre humo y mariposas, una sentencia y la muerte de un poeta
Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma pero quizá la causa de mi encierro pierda la nobleza, hasta ser sórdida, y quizá, mis líneas tengan en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.
Blanqui
Hace un par de días, Fex López Álvarez entró a mi oficina para contarme una de las historias que más me han obsesionado desde el descubrimiento del centésimo segundo tomo de la enciclopedia que prologa Hebert Ashe. Mi estado de sugestión -entonces- respondió en mayor medida a cierta cita realizada por él y adjudicada a un autor cuyo nombre nunca quiso mencionar.
Aún hoy -especialmente hoy- puedo imaginarmelo riendo por lo bajo junto a su alter ego -ese ser terrible al que acusa de haber ganado varios concursos de literatura- al saber la confusión que causó en mí alma.
De pie, apuró su café bastante azucarado justo a la puerta de la oficina. Demandé apolonio el nombre del autor de la cita, pero como ya señalé, no obtuve un nombre sino una burla al mío sin azúcar e información poco creíble sobre una inapelable cita a fumar con el diablo y la muerte, acostumbrados a citar frases del Dune de Jodorowsky o del Manuscrito de Voynich, la cual ratificó jugueteando con una bolsa que sacó de su chaqueta verde.
No sé qué hado me llevó a tomar su aptitud como un desafío, pero en ese momento, mientras él partía y solo dejaba el celaje de su especie de mohicano, acepté el duelo sin sospechar cuánto cambiaría mi vida.
II
El olor a humo predominaba a esa hora en la sala de redacción. Fex ya no estaba. Una vez más había usado su capacidad para desvanecerse como… humo -humo- a la vista de todos.
Emilio Castillo, genio diagramador de la editorial lo insultaba a rabiar mientras Gabriel F.S. Baute se reía y Mari Hurtado, directora ejecutiva, le recordaba que desde el principio, él les dejaba toneladas de metatextos a penas ordenados antes de desaparecer por días y volver con alguna excentricidad, ya fuera la traducción de un axaxaxas o la idea de construir un larguísimo poema compuesto por solo un logo cuyo significado culminaría en la longitud del mismo, convirtiéndose en un laberinto reflejado en una sucesión de cuatrocientos espejos.
Contrario a mi espíritu, mas azuzado por el del que compartía mis labores editoriales, reuní de inmediato a los responsables de que aquel edificio se sostuviera más allá de las singularidades voluntariosas de él o las metódicas intenciones que garantizaban mi salario.
Los rostros confusos de mis compañeros me afectaron incluso más que el repugnante olor a tabaco. Hurtado, la más orgánica y contestataria del grupo se mostraba consternada y confusa pues entendía que mis muy ocasionales visitas a esa sala responden solo a organizar los pequeños nodos turbios que Dionisio va dejando aleatorios.
Aquel era -es- un grupo extraordinario. Bastó un segundo para reconocerlo en sus rostros y recordar los prodigios que obran a diario o los grandes milagros que se fabrican cada final de mes.
No quise demorarme y sin muchas palabras relaté lo que me había sido contado, haciendo hincapié en la última sentencia de aquella extraordinaria historia y así calificarla como no real.
Mi auditorio compaginó con mi sospecha. A todos ellos, él les había jugado alguna treta de proporciones minoicas, como recomendar un libro que no existiere o falsear intencionadamente el nombre del autor de uno.
Baute, encargado de las distintas plataformas de la editorial, fue el primero en atacar. Se conocían desde hacía ya tanto tiempo que este no dudó en señalar que todo podía ser una trampa, porque además, para ese momento, Fex estaba trabajando en dos libros, una novela en colaboración con la cineasta Ángela Díaz, a quien la unía una adaptación asimétrica de los Papeles Sueltos que se rodaba en París, y otro, un poemario -antipoemario- pensado por nuestra directora operativa, A. D. Vegas, luego de que ambos bailaron en algún pasillo de alguna universidad -el pasillo y la universidad siempre varían-la Our Old Love Song de Ella Fitzgerald.
Vegas abrió sus grandes ojos y luego de dar uno de esos extensos suspiros que tanta alegría causan en cualquier alma, aceptó que Fex es un adicto al opio de los artificios, un hlör a quien le gustaba escribir frente a un espejo para escuchar con mayor claridad los susurros de los demonios que le dictaban sus cuentos. Reconoció también el antipoemario, pero se negó a aceptar que aquel aforismo floreciera en aquellos labios que podía dibujar con la memoria.
Antonio Bukkan nuestro periodista y el mejor prosista que he leído en los últimos años, señaló que la frase carecía de esa ambigüedad tan propia de nuestro conocido, pero, teniendo en cuenta su historial, no se negaba a creer que incluso, esa carencia, era del todo intencional como algunos errores ortograficos o de tipeo que a veces dejaba colar con malévola pretención.
Castillo y Hurtado prefirieron no emitir opinión. El lazo entre los tres era indestructible, ellos habían levantado aquel imponente zorro de nueve elementos distintos propios de la mitología. Su amistad consistía en un respeto y una admiración casi davidiana, en ciertos niveles de cariño inexplicables más allá de un amor casi demencial por las letras, el teatro, el cine y los tatuajes. Aun así, Mary nos dijo que la frase le recordaba a Ikari, un poeta japonés del siglo XVII -otros dicen que del XVIII -al cual ambos citaban y admiraban a pesar de depreciar su actitud tan lejana a la ataraxia-. Emilio aseguró que algo similar había escuchado en una versión extraña del Trono de Sangre dirigida por Nelson Campos Latouche en una presentación en el teatro Pedro Quintero a la que ambos asistieron.
Pese a que el origen de la cita no había sido alcanzado, creí estar cerca de capturar al duelista. Solo el tiempo, siempre cruel, al cual él negaba como un penúltimo entre los hombres, me hizo caer en cuenta lo lejos que me encontraba de tal fin.
III
En vano agoté las fuentes citadas por mis compañeros. Revisé por completo la obra del poeta japonés y solo encontré lamentaciones y críticas al Shogun de Tokio a quien luego Baute me señaló como padre del mismo Ikari. No encontré en nuestros archivos ni libros publicados el guión que Campos Latouche -uno de los primeros escritores de la editorial- utilizó para esa obra de teatro. Por sugerencia de Antonio traté de dar de lleno con algo similar en las mismas letras escritas por Fex para la revista Cuestiones Anti Poéticas, negadome solo a leer sus novelas por temor a -Vegas me señaló que ellas están repletas de ríos metafísicos, pues él mismo se los inventa al no conseguirlos- perderme entre metáforas.
Una semana luego de búsquedas infructuosas en archivos digitales y periódicos caducos, llegué a pensar que la increíble historia era verdad. Ni siquiera Fex podía haber creado una ficción como esa, mucho menos una cita que poco tenía que ver con su personalidad, lejana de esos senderos luminosos que se empeñaba en construir como predicador de la pyroestacis.
Acepté rendirme y llamarle para preguntarle una vez más por el nombre del autor de la cita y protagonista del relato. Aunque en ese momento sonreí con placer, y comprender muy pronto que la agonía de la ignorancia solo se extendería; Fex no respondió su móvil, aún podía vencerle.
Esa misma tarde, mientras me regocijaba en el desconocimiento, el poeta -antipoeta- -nilpoeta- Jose Francisco Oviedo se presentó en la editorial con un nuevo libro para ser evaluado. Al no encontrarse mi compañero, tomé el texto para mi y mientras compartimos algunas risas amparados por el humo de su cigarrillo me atreví a contarle lo que Fex me hubo confiado. Nunca ví a un hombre más risueño que Oviedo, por tal razón, el gesto sombrío en su rostro me afectó en demasía.
El mastodóntico creador aseguró que aquel, era el responsable -usó la palabra culpable ahora que recuerdo- de que se pasara de los libros de Neruda a los textos de Steiner y que nunca más pudiera escribir algún poema y que por el contrario, se dedicara a subyugar estetas sobre torres de marfil en lejanas ciudades.
Oviedo instó mi búsqueda, ampliando el espectro más allá de la literatura y el teatro. Me empujó a continuar la batida en otros medios, cine, televisión, conversaciones con personas en situación de calle -Fex fue uno de ellos-, todos estos abismos infructuosos, salvo uno que mencionó antes de salir con la sonrisa recuperada en su amable faz; la radio.
En ese pequeño universo gocé de la guía de un heresiarca extraordinario, Hector González. El multipremiado escritor y periodista solo pudo reír cuando escuchó mi historia, y reconoció que aquello solo podía ser obra de aquel demente. Sus esperanzas fueron casi una burla de Persefone. No encontramos en metrajes de grabaciones un solo aforismo similar al que movió mi investigación.
Agotado ambos, me pidió no desfallecer, recordandome, que un mundo donde todos estamos hechos de recuerdos, los escritores deben tener una buena memoria, y si alguien la poseía, era ese pequeño hombre de grandes ambiciones.
IV
Una semana después Héctor González me llamó cambiando en extremo su voto sobre la culpabilidad de mi compañero. Un solo motivo fue el responsable del diserto. Cuando era un aprendiz que escribía sus primeras líneas, alguien -no dijo quién- le regaló un aforismo que explicaba una situación incómoda entre escritores y lobos,y que Fex, quien también conocía la sentencia -y al autor- amaba arrojarse de cabeza contra caninos, dragones o molinos de viento. Por lo cual, nunca tuvo reparos en aceptar o plagiar alguna cita.
V
En la avenida Mauricio Pérez Lazo, cerca del Uroboros Motel, se alza la librería Carpe Diem del cabalista José Albizú. Una visita fortuita allí renovó mis intenciones de la sentencia que días antes me obligó a pernoctar entre tomos de olvidada ciencia.
En caso de que la historia, por muy esperanzadora que fuere, hubiera sido una mentira, atraparía a Fex y demostraría mi punto. En cambio, si la historia era real, entonces al menos me quedaría el placer de arrojarle el nombre al vernos a través de un reflejo.
Me permitiré explicar cómo ocurrieron las cosas mucho más a prisa de lo que me gustaría. Una mujer de traje blanco y protector en el rostro se me ha acercado para informarme que mi turno se aproxima.
VI
Sergio Miguel Olleros, el mejor hiperrealista de su generación me citó en la galería que el experto en arqueología religiosa salomónica levantó dentro de la librería similar a aquella de Praga. Una amiga, Dairub Velazquez, exhibía -exhibe- una muestra fotográfica de heliconias captadas en Üpsala, Gao, Petra, Chavín, LuoYang, y Shamballa tras un viaje que realizó con nuestro amigo en común.
La conversación irremediablemente viró al terreno que no hube deseado esa tarde, no solo por la agradable compañía sino porque del plazo que había estipulado para finalizar mi empresa expiraba con lo quedaba de tarde y ya podía sentir el peso de la indiferencia, infinitamente peor al de la derrota, demostrando cuán grande había sido la pena de aquel titán.
Seducido por el olor a canela que emanaba de una especie de vellocino dorado me planteé en ese momento darme por indiferente. Nada perdía en aquel laberinto al que entré solo porque así lo quise y cuya única recompensa moría en la vana celebración sobre la poca vergüenza que podía sentir un hombre que haría ruborizar al señor Hyde.
Olleros no tardó en cambiar el tema de conversación. Se burló de Fex y de mí antes de pasar a narrar una breve historia sobre un conflicto de proporciones metafísicas, llevado a lo terrenal, entre un escritor alcohólico y drogadicto en el final de sus días y un alter ego 20 años menor.
La conversación nos distrajo para no volver a mencionar a mi joven contenedor, las proporciones de lo propuesto por mi antiguo alumno nos abrumaron y llevaron a encontrar historias en la literatura de Lovecraft o de King. Instintivamente miramos a los costados buscando buscando algún doppelganger pero solo encontramos a un hombre muy alto y con gabardina leyéndole a una muchacha muy delgada y con un corte de cabello al estilo Art Nou, una edición del Ciudad de Cristal de William Willson en un idioma extraño más similar a los giorgios de un niño que a una lengua real.
Luego de regresar del baño, sergio emitió cierto comentario que avivó las últimas llamas que quedaban en mi por mi gastada investigación. “El diablo nunca abandona a sus hijos”. Me dio una nota con un número telefónico en ella.
-Ese poeta -me dijo- puede decirte la verdad sobre la historia que te contaron.
VI
Me encontraría con un escritor en el parque Víctor Jara a las siete de la tarde. Eligió para nuestro encuentro la banqueta 36 frente al monumento que Dalí le “regaló” a la ciudad muchos años atrás. La misticidad del escenario me pareció cursi. Un manto de hojas secas, brisa propicia para esconderse en una chaqueta, una plazoleta vacía y una figura triste sobre un banco.
Puedo repetir cada palabra que crucé con el escritor de nudosa voz, sin embargo, cuando trato de dibujar su rostro, los recuerdos dejan de ser brumas y se convierten en una densa masa informe por la cual es imposible transitar. Tetis Ruhe, mi psiquiatra, ya ha intentado diversos métodos para que logre ver una vez más ese rostro y según su opinión, culminar con el trastorno surgido aquella ya lejana mañana en la oficia.
Mentiría al negar que fue una plática agradable. Nos paseamos por las musas malditas de Poe y dejamos resbalar un nombre tan hermosos que solo Navakov podría metaforizar. Admiramos en silencio al delgado bolchevique que alternaba temas de Judas Priest con una muchacha no mayor de 14 años que parecía soñar con una estrella en estado de espera.
Degustamos de cine y teatro mientras la noche acuchillaba el cielo y creamos un posible cuento o novela corta -muy corta- en la que el protagonista incurría en ciertas deformaciones para negar su propia personalidad al perseguir a un traficante que utilizaba el mismo truco más por una obligación propia del Mahabharata que por deseo propio.
Compartimos dos o tres cigarrillos en silencio antes de pedirme que contara mi historia. El humo confortable me ayudó a relatar lo ocurrido. Al final, mi compañero de banca bufó intentando reír. Pensé que no había creído la historia y supongo que él pensó eso. Sacó un libro de su bolsillo y enseñándolo me recordó que el mejor truco del Diablo es hacernos creer que no existe.
Le mencioné que el libro en sus manos le pertenecía a nuestra editorial. Sin mirarme, me arrojó una sentencia hermosa a la cara, “Este libro le pertenece a ella”: Sentí que no era necesario seguir hablando. Observamos un grupo de mariposas frente a nosotros, le pedí un nuevo cigarrillo, pero ya tenía el arma en su garganta. Ya no hubieron nudos en su voz.
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