Cinco minutos más


Por Fex López Álvarez

Este es para... Era para...

Cómo camina una mujer que recién ha hecho el amor
En qué piensa una mujer que recién ha hecho el amor
Victor Valera Mora



La vi levantarse desnuda de sobre mi costado no sin dejarme llevar por cierta tristeza. Aún estaba agotado, ella también lo estaba o eso me gusta pensar. Aun así, por un segundo infinito, pareció sobrellevada por una especie de brillo, por un tipo de fuerza que nunca pude comprender, y por la que nunca le pregunté, muy a pesar de lo mucho que me intrigó el tema. 

Ella, cargada de esperanza y fuerza, simplemente decidió caminar mientras yo coqueteaba con el sueño. El templo vacío, repleto de sacerdotes de palabras que la observaban con deseo, fue sede de su triunfal desfile. Sintiendo sobre su piel la poca brisa que que acariciaba a la ciudad, obligándome a recordar la prestancia de un viejo poema .

No era la primera vez que la veía así; y sin embargo, era la primera vez que la observaba de esa forma. Caminaba con la prestancia con la que solo una mujer desnuda puede caminar, y de cierta forma, eso era. "Ya no es una niña", pensé no sin remordimientos. 

Aún así, todo vestigio de moral que aun permaneciera en mí, se fue extraviando en el ir y venir de sus caderas, en la seguridad de sus pasos cortos, en lo blanco y tibio de su piel; en la firmeza de sus glúteos.

Fue creo esa, la única vez en la que no deseé, en el medio de nuestro romance,  que permaneciera dormida sobre mi hombro tatuado, la parte de mí que más besaba, en la que más se hundía, cada vez que le hacía el amor.

El pudor nunca fue una de sus virtudes, siempre agradecí eso, especialmente esa tarde porqué parecía que había dejado cada gota de esto, entre las sábanas arrugadas. Sabía bien lo mal de todo aquello, de la profanación del recinto sagrado, de los libros en el suelo donde se mezclaban su sudor y el mio, del suelo frío que usamos como cama, de las sábanas mojadas, de las sábanas olorosas a nosotros. Y sin embargo, cada segundo deleitándome en su cuerpo desnudo, fue glorioso. Me había convertido en un egoísta pleno y era cociente de eso y no me importaba.

Me emborraché de su piel, de su olor, de su abdomen, de sus pequeños senos rosados. Me emborraché de su cabello, de su sexo casi virginal, si hubiera hablado en ese momento , me habría emborrachado de su voz chillona y molesta, tal como me emborraché de los fluidos que entre gemidos surgían a borbotones de su cuerpo. 

En lugar de emitir un comentario, se sentó sobre una mesa, abrió un poco las piernas dejando ver un pequeño montículo de vellos luchando entre lo rubio y lo castaño. Giró un poco el cuello y empezó a mover los pies como si fueran péndulos quizá decepcionada de que estos no tocaren el suelo.

Me sentí tentado a perseguirla, a volver a romper su cuerpo en trozos diminutos de placer, a escupir herejías sobre su desnudes. Afortunadamente las piernas agotadas y la espalda dolorida, hicieron mayor peso que la fuerza que entonces me tomaba. 

De mi computador, tomó una serie de canciones, un disco de 4 jinetes pergeñados por cuatro chelos. Y mientras las notas escapaban con una violenta sutileza, tomó una porción de la carne que había representado mi tesis de cocina. Sonreí confuso y tímido, seguro de aquella era la primera vez en la que había visto comer tanto, tal vez por hambre, o tal vez porque realmente sabía bien aquella carne roja horneada dentro de una capa de hojaldre. Cualquiera de los dos motivos, me llené de un orgullo fundamentalmente machista, y me dediqué a observarla comer desnuda. 

Tres cuchillos de distintos tamaños. Un par de platos de plástico como los que se usan para dar de comer a los niños en las fiestas. Cuatro latas de cerveza y un montón de libros desordenados completaban el paisaje donde esa pequeña rubia se me tatuaba en los recuerdos más vívidos.

- ¿Me amas? -preguntó rompiendo el silencio- ¿Me amas? -repitió tras notar que extrañé el silencio.

Era la primera vez que me preguntaba aquello, y aunque sabía bien lo que sentía, no tuve la valentía de responder. 

-Responde -exigió.

-¿A que viene la pregunta? 
-Yo te amo. -dijo como si me hubiera dicho se había agotado el queso y debía comprar más. 
-No lo haces -le respondí con miedo. 
-¿Por qué dices eso? -me preguntó tras dibujar un gesto de molestia en su rostro de roedor. 
-Porque cuando era chico me di cuenta de algo. Los que compartían la comida -le dije tras el inequívoco silencio que me obligaba a proseguir- Muy pocas personas son las que comparten la comida, las que realmente les sobra, y los que realmente tienen hambre. ¿Y sabes una cosa? -le pregunté tratando de desviar la conversación- son muy pocas las personas que realmente conocen el hambre y más pocas son las que le realmente la desconocen.
-¿Y qué tiene que ver con lo que te dije? -preguntó causando una profunda decepción en mí mismo al notar que no fui capaz de despintar a alguien a la que técnicamente le doblaba la edad. 
-Que también descubrí que muy pocas personas aman. Las que realmente han amado a alguien, y las que realmente han sido amadas. ¿Y sabes una cosa? -le pregunté tratando de desviar la conversación- son muy pocas personas las que han amado y más pocas ñas realmente han sido amadas. 
-Entonces soy una de las pocas personas que han amado y de las muchas que no han sido amadas.



La versatilidad de su respuesta me impresionó. A su edad, solo podía intentar jugar a ser cocinero, a ser escritor. Ella en cambió, mantenía una relación conmigo mucho mejor de lo que otras que le triplicaban la edad, hubieren envidado, a su edad, tenía más respuestas a temas que desconocía que yo, a temas en los que supuestamente era experto. 

Así era ella, sabía dibujarse y desdibujarse, hacerse invisible o aparecer de repente. Llenar de magia cada rincón o apagar las luces. Podía estar llorando un momento y al siguiente riendo de cualquier bebería. Tenía esa extraña facultad de ser extremadamente sincera y abrumadoramente mentirosa, era imposible no hacerme adicto a ella. 

Era más inteligente y más hábil que yo. Nunca entendí que hacía conmigo, por eso cuando se fue, sentí que todo volvía a su equilibrio. Aun así, esos minutos, esas horas conmigo, eran iguales a ver la cocción de un hojaldre relleno de guayaba en un horno. Ni aún con todas las palabras posibles al alcance de mi mano, pudiera haber descrito aquella escena, tan su-real, tan dadaistas, tan simple. 

Ella era eso, pura simpleza disfrazada de magia, un huracán pleno de hojas arremolinadas en torno a unos dientes filosos y una constante burla a mi barba desprolija, a su cabello siempre despeinando. Pude haber mentido esa tarde, pero preferí no decir nada durante ese momento. Me parecía que volver a romper el silencio que se presentó sobre nosotros, como un manto de estrellas escondías entre las alamedas de los duendes, era cometer un crimen de lesa humanidad. 

Mientras la veía, mientras mis ojos se cerraban y ella se hacía más brillante, pude comprender cada libro de filosofía que se me hubiera cruzado, hubiera memorizado cada canción. Alguien dijo que cuando te enamoras mandas a tu cerebro de vacaciones, estaba equivocado, enamorarse consiste, y me dí cuenta mientras ella devoraba el Wellintong, en usar cada uno de tus sentidos al máximo y percibir en un ser humano ordinario, cualidades que le convierten en un ser qué está más allá del bien y del mal, en mentirle a cada centímetro de raciocinio que tenemos acumulado, para hacernos creer, que esa persona, como ella esa tarde, es perfecta.

Una vez más, quise ser un corsario y abordarla por la izquierda. Tumbarla sobre la mesa y desordenar  más los libros. Hacer de ella una victima de ese mal al que los poetas llaman poesía y a los ojos de los grandes sacerdotes, una vez más hacerle el amor. 

Tal vez fue el calor, tal vez fue la comida, incluso se podría acusar a cada probabilidad descollando en el aire. Podía todo recaer en el dibujo de calaveras y cuchillos cruzados que me regaló al vernos para desearme buena suerte antes de iniciar mi travesía. En el dulzón aroma que exhalaba su cuerpo mientras la penetraba. Podría incuso echarle la culpa al millón de duendes que pueblan el lugar donde duermo cuando la noche ahora inmensa, se asoma. Pero puedo jurar, sin miedo a ser juzgado, que en el mismo momento en el que me disponía a tomarla entre mis brazos, ella se levantó y como flotando entre los cadáveres de las letras convertidas en palabras,  se acercó a mí y me tomó para ella. Reclamó mis labios, mi dolor, el olor a cebolla incrustado en mi largo cabello. Reclamó para ella las quemaduras causadas por los hornos, las cortadas de inexperto cocinero, los ajos majados, el sonido escuchado, repetido y esperado que hace el pan al romper la dura capa externa que lo aleja de la realidad. Reclamó para ella mi semen, como si fuera un sacrificio de mi alma. Reclamó la sangre de mis labios y aun hoy reclama mis recuerdos. Reclamó la locura, la pasión desmedida. Reclamó cada libro leído, cada poema escrito, reclamó tomo, y yació con cada una de mis mujeres. Se encontró con cada bocado probado, con cada receta falsificada, con cada antipoema, con cada poema. Tomó para sí 420 canciones, 420 motivos, el humo de 420 cigarros. Se alejó y fue estrella en el cielo, y fue nube construida de concreto, y se hizo cascada y su cabello reclamó mi rostro y sus dientes reclamaron mi hombro y mi tatuaje, me obligó a desperecer o peor, a ser su propiedad por unos segundos, por esos infinitos segundos que jugaban a los agujeros de gusanos con el anterior momento inmortal, tratando de hilarse, de ir más allá, de reclamar la eternidad, de reclamar estar a mi lado. De reclamarme como suyo, de ser suyo, de reclamar mi soledad y exiliarla en el medio de un largo gemido que la atrajo agotada a descansar sobre mi pecho. 


Una vez más se convirtió en una niña, llena de pudor, sin poderse levantar, tomó mi filipina negra del suelo, y se la colocó sin atreverse a mirarme. Fui incapaz de hablarle por unos segundos. Empezó a llorar sobre el mismo lugar que había besado, mordido y reclamado.



La abracé y me extravíe en el olor de la carne horneada aun presente en la filipina y el del sudor mezclado con champú de fresas y almendras que escapaba de su cabello. Ambos nos dormimos o eso me gusta pensar. Unos minutos luego, al despertar, le susurré que debíamos irnos.

-Cinco minutos más -me dijo- una vida más -me dijo.                  
      


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