DIARIO HIPERREALISTA DE UN OBSESIVO FICIONISTA

El dis-conformismo conformista 


Por Fex López Álvarez


Las calles de la ciudad brindaban su habitual desolación. La oscuridad llamaba a los habitantes de la noche, envueltos entre la niebla, ratas, ratones, gatos y cucarachas, todas persiguiéndose y alternando historias con los perros famélicos que rasgan las bolsa de basura buscando que comer. 


La ficción suena así de hermosa, así de mágica. Va destilando pequeños brillos en cada gesto grotesco, en cada fragmento abrumador de realidad, en cada proceso no fantasioso, en la realidad misma. A ella, la toma por la nariz y le da un beso, la destruye, viola y posee, para luego dejarla. Tiene esa capacidad de hacer bello un asunto tan horrible como San Carlos en la noche.

Soy de los que les gusta llegar tarde a casa, siempre lo he sido. No soporto esa tranquilidad innecesaria que brinda un hogar. No comprendo esa repetición constante de los que ven su casa como un templo en el que hay que estar de forma constante. En el pasado no tan lejano -en la Venezuela de 120 US$ por barril de petroleo- me ponía a jugar fútbol en una cancha con más agujeros que las carreteras, o iba al cine con la novia o culito de turno, o simplemente caminaba del trabajo a la casa compartiendo una cervezas y unos chawuarmas de carne de cordero con Ronald Pérez cuando salíamos de la librería donde tanto aprendimos sobre el mundo real y la belleza inequívoca y perfecta de la ficción. Cualquier cosa por llegar tarde a un departamento alquilado, tirarme en un sofá, ver las repeticiones de alguna buena o mala película en HBO o TNT y clavarle medio kilo de queso blanco a media canilla enmantecada con riqueza o margarina con sabor a mantequilla. 
Así eran mis noches. Me acostumbré a ellas, y de legal, me gustaban. Supongo que tiene que ver con aquello de ser animales de costumbre. Así como nos acostumbramos a la sonrisa de la tipa bonita que aunque quieres atar a una cama y cogerla de las formas más perversas imaginables, sigues buscando a diario esa sonrisa bonita y tierna -ya van a salir las feminazis de San Carlos a decir que hago apología a la violación y no se que más mierda-. Nos acostumbramos a la basura en las calles de nuestras ciudades. Al menos de la mía por si usted buen lector, vive en un país marico del primer mundo donde la gente es tan estirada que se aguanta las ganas de cagar en la calle. 

Aquí en San Carlos uno se acostumbra rápido a ver a un tipo oloroso a cerveza -el muy hijo de puta tiene dinero para gastarlo en cerveza- meando en alguna esquina con una elegancia atípica en lo que uno se espera de un meador de paredes, dejando eso sí, el inefable olor del orine fresco. La noche trashumante de esta ciudad no ofrece los tenderos de comida rápida y barata que uno ve en los programas de cocina de la vasca chillona que está burda de buena, o al menos para mí que me gustan las mujeres delgadas y pequeñas. En cambio, te acostumbras a ver una orgía de ratas y a ver la tristeza en los ojos de la única prostituta transexual que camina por la principal avenida local frente a una heladería familiar llena de la pequeña burguesía local. 

Aquí, uno se acostumbra a que le digan que no camine tan tarde por tal calle porque aparece toda una cofradía arrechisima de fantasmas con más rangos que una academia de militares -otra vaina insoportable a la que uno se acostumbra ver por las calles-, en lugar de que te adviertan que por tal calle roban a cualquiera. 

Toca acostumbrarse a ver ancianos tirados sobre cartones a las afueras de los tres -cierto que en esta mierda del hiperrealismo los números van en arábigos y no en letras, que vaina tan marginal- bancos bicentenarios del casco central de la ciudad. Nadie mejor que ellos para ser anarquista. Casi que me los imagino todos punketos cantando Anarchy in Bolivarian Republic of Venezuela -así mal escrito- mientras mean y cagan en las puertas de la iglesia a la que tanto defienden o en la de las instituciones públicas que según, los defienden, y no importa cuantos policías manden para sacarlos, o cuantos guardias nacionales, que casi siempre son familiares de ellos pero se creen arrechisimos porque cargan un uniforme de aguacate -mierda me van a cerrar el blog o despedirme del trabajo por ese comentario-, ellos, simplemente permanecen allí, clavaron su bandera y los bancos le pertenecen los días que pagan la pensión o El Amor Mayor. No se acostumbran a usar tarjetas, o acostumbraron a sus hijos o nietos que apenas los soportan a recibir dinero en físico cada 30 -aprendí la puta regla- días.

Aquí todo es cuestión de acostumbrarse. Hay quienes se quejan del arroz con lenteja -nadie pronuncia la s al final- y el plátano frito en el medio -grandisimo hijo de puta el que se queje de ese plato hermoso, de la comida de los dioses. Me caigo a coñazos con Chuck Lidell si me dan una dotación diaria de arroz con lenteja, así saladitas, con un ajicito picante tan bien distribuido, que apenas ves un tachón rojo por allí, con su plátano frito flotando, carajo tengo tanta hambre-; pero al tercer día termina hasta gustándole. Así también te acostumbras a los recolectores de cajas de cartón a las afueras de las tiendas, 5mil por cada kilo que no esté mojado y esté derecho. 

Ese trabajo sí debe  ser jodido. Primero aguantar que llegue la noche, luego cazar una tienda que le vaya tan bien -vaina casi  ilógica en Venezuela- como para botar cajas de cartón a la calle. Además de eso, luchar contra los perros y otros recolectores de cajas, con cuanta mierda esté en éstas para arrastrar un kilo. Y sí pa ñapa llueve, mierda perdiste el día o la noche; vainas de costumbre. Así uno se acostumbra también a que tu salario mensual sea menos de 4US$, a escuchar a Maduro hablando de la recuperación económica, a oler la arepa sobre el budare cuando pasas por una casa donde sí llega la puta bolsa -cómo los envidio cuando los escucho quejarse de lo caro que está la bolsa. Quisiera poder quejarme como ellos, pero ya estoy acostumbrado a comprar un kilo de arroz y medio kilo de café y agotarme la quincena-. 

Estoy acostumbrado al mal olor de la ropa. Entre el jabón malo y la ausencia de lavadora debes estar medio aburguesado para oler a persona. Estoy acostumbrado a la soledad al punto que he iniciado a conversar con mi sombra. Me acostumbré en muy poco tiempo al gato que me robé, a su maullido molesto y la forma que clavaba sus uñas en mí, mientras yo trataba de dormir. Verlo muerto con medio ratón en la boca, hoy al llegar a casa, me ha quitado un poco más de cordura, cosa de acostumbrarse. 

A la incertidumbre, a los pensamientos suicidas, al decir "bien" cuando alguien me pregunta "¿Cómo estás?" al saludarme. Al insomnio, al dis-conformismo conformista del venezolano, a tener pesadillas cuando al fin logro dormir en las que de nuevo, mi madre muere. A ser tan pobre que no puedo ser alcohólico. En fin, hay que inyectarse fantasía a diario para no morir de realidad.    



 

Comentarios

Entradas populares