Casa Perdida
Por Fex López Álvarez
No quisiera iniciar esta historia sin presentarme. Sin embargo, las circunstancias aclararán tanto mi nombre como mi origen. No pertenezco a esta ciudad en la que hoy dejaré mis huesos. Tampoco, como la mayoría de sus habitantes, soy un inmigrante. Mas mi historia es de poco importar, por lo cual, resumiré éste último testimonio a las circunstancias que me llevaron a escribir estas palabras sobre la página de respeto de un libro abandonado. Esperando que esto, colabore a que el terrible acontecimiento que cambiará radicalmente la vida de las más de trescientas personas que estamos aquí, también cambien un poco al menos, la perspectiva de la realidad en este país.
Corre el año mil novecientos... todos conocen el año, así que no es necesario definirlo. Supongo, en un ejercicio pleno de soberbia, que este fatídico año será recordado en nuestro continente. Este fragmento de tierra extraviado entre dos océanos hace rato olvidó el sabor de las guerras externas y por el contrario, aprendió la civilizada labor de la opresión desmedida siempre necesaria, así como de la guerra fratricida siempre innecesaria.
Este escenario se desarrolla en un valle, o en la selva, quizá en una playa. Poco importa ya. Nuestra versión de la historia ha de de ser distinta a la de ellos, tiene que serlo si lo que creemos es correcto.
Treinta y cuatro más yo, tomamos esta heliea creyendo firmemente en el éxito de nuestra causa aunque este se ha convertido en el estigma de la desgracia. Cada universo es un espejo sobre el cual, cada sueño se refleja. Así sin mirar al horizonte, u obedecer a los vientos del norte, aceptamos la decisión de momias y eclesiastés desprestigiados y retomar el inmejorable plan que ya había sido descubierto. Así sin media, atacamos los robustos pilares entre los que reposaba uno mayor.
Cada inocente fue absuelto, cada guardián fue ejecutado. Esta no se trataba de una misión suicida sino de un debate de alto nivel entre las mentes más brillantes de su estado, y las de nuestro movimiento; o al menos eso se pensó antes de escuchar el crujido de las orugas, simbolo inequivoco de la obesidad de la guerra industrial.
El edificio nos esperaba como una novia en su ropaje blanco. Cada florero estaba en su lugar, cada ventana inaccesible, cada centímetro de la gruesa pared que como tortuga nos cobijaría. Los cuadros sobre las paredes permanecían narrando heroicas historias sobre libertadores o dictadorsuchos a caballo; pero que poco decían de espadas heredadas o sables robados.
Lejos de lo que cualquiera podría estimar, la feroz respuesta del enemigo no se hizo esperar ni dos minutos. Pronto las ráfagas de balas y las amenazas, se hicieron eco entre los hombres, duchos para la palabra, neófitos para las armas. Era de esperar entonces, que los miembros de ambas causas pensaran con melacolía en sus familiares y en las palabras intansendentes que les decimos a aquellos a los que amamos.
Yo mismo observé el fantasma de mi hermana, con su seno cortado sobre una bandeja, desfilar entre las escalinatas bañadas de rojo entre el tercer y cuarto piso de la casa tomada cuando la noche nos acosaba y la incertidumbre se nos presentó como el mayor de los espectros.
El mejor de los arquitectos del movimiento tomó para sí la principal oficina de la heliade. En su infinita sabiduría y su plena incapacidad para el combate ordenó al constitucionalista y al abogado, continuar con el plan mientras él se preparaba para iniciar las negociaciones en lugar de aguardar la metralla que ahora le baña el rostro. Fue justamente el abogado, quien al notarlo un poco turbado, señalando algo absurdo sobre fantasmas y senos, le dio dos libros que tomó de un estante en la oficina que él mismo había tomado para sí, uno de Antonio Nariño, y otro de Cicerón.
Muy pronto, mientras ojeaba el libro del orador romano, el gran arquitecto cayó en cuenta que la ambición desmedida de paz, que la tesis central de aquella toma, fue parte del infantilismo idealista propio de nuestro movimiento.
En medio de las propagandas y las balas, las demandas y condiciones fueron establecidas bajo las caballerescas reglas de la guerra burguesa. El llamado a la guerra popular, también fue realizado con el inefable fracaso nunca dispuesto pero siempre presente. Las fuerzas de apoyo se mantuvieron tan lejanas como el abrazo de las masas, esas que en todos los libros leídos están solo a una chispa de incendiar las praderas, pero que en el mundo real, apenas huelen el humo desde las prisiones en las que habitan.
Frente a nosotros, la plaza con el nombre del hombre cuya vida estuvo plagada de dificultades, tras nosotros, los inesperados y altísimos cautivos, que esperaban con tanto tesón como nosotros mismos, la capitulación que pusiera fin a este brillante y mediocre plan de agresión contra el estado al que desconocemos pero con el que intentamos negociar. Ante nosotros, los fríos cañones que apuntaban amenazantes. Tras nosotros, un incendio de proporciones anormales. Sobre nosotros la niebla y la incertidumbre.
Con el libro del abogado en la mano izquierda, tras una conversación telefónica, el lider del asalto aun confiaba en su idea de negociar bajo sus términos.
Si algo ha identificado a nuestro movimiento, es la espectacularidad y la sapiencia. Quizá es el precio a pagar por estar plagados de intelectuales y artistas que se dicen representantes de los obreros y campesinos del país al que combatimos.
Cada paso fue seguido con la sabiduría exquisita tan natural de nuestro movimiento, esa que llevará a los que lo hereden, a un destino aún más trágico que este. Cada paso fue marcado en los manuales leídos similares a los elegantes movimientos de los milenarios juegos de mesa asiáticos en los que además, toda la línea de mando son expertos jugadores.
Los torpes gorilas a los que nos enfrentamos, eran en cambio violentos y poco gráciles, pero su idea del combate es certera y letal. Y a pesar de lo ilógico de todo aquello, proto la artillería de los cañones empezó a llover sobre el edificio.
He de admitir que hasta hace poco, tanto los capturados como los que combatimos, mantuvimos el optimismo propio de aquel que se encuentra ante la catástrofe. Ciegos ante las bocas de los fusiles enemigos, siempre empuñados hijos de campesinos y obreros. sordos ante el revoloteo de las libélulas de la muerte. Incautos en un baño en espera del sentido común.
Cuando toda negociación se hubo abandonado y la locura se presentó como emperatriz absoluta echando por el suelo cada gramo de esperanza que habíamos colocado en el reloj de arena de nuestras vidas, por primera vez encaramos la idea de la muerte.
Mientras se miraba en el espejo roto, tras lavarse el rostro, El líder del movimiento agotaría sus últimos pensamientos relacionando todo el libro que aún permanecía en su mano izquierda. El gran arquitecto leyó una microbiografía que le desconcentraba. Cicerón también había luchado contra la tiranía y despotismo, también se había ocultado en baños, fue un subversivo y un auténtico genio que decidió no arrodillarse ante ningún déspota, y mantenerse fiel a sus ideas muy a pesar de saber que estas lo llevarían a la muerte.
Aun así, no hubo entre nosotros un jurisconsulto de corazón sano y cinta roja al cuello que abrazará la ataraxia. Yo mismo lo intenté, pero acabé en un patético intento de esta. En mi cabeza, el chirrido de las ventanas rompiéndose, y el de los metales, se mezcló con los sutiles recuerdos de las tardes en que recostaba mi espalda, al igual que lo hizo Cicerón, contra el pórtico pintado de la universidad en la que fui admitido por mi origen social y étnico.
No negaré jamás -en el corto plazo que puedan perdurar estas palabras- cuánto quisiera poder abrazar alguna de las ideas propuestas en la página 1985 del libro que levanto con mi mano no natural. Pero me es imposible seguir la senda del genio tras estas palabras cuando se observan lágrimas en aquellos que juraron vencer o morir.
He aquí la última cita ante la historia. Todos deseamos alcanzar la inmortalidad de alguna forma u otra, que nuestro nombre sea recordado por siempre, pero solo los dignos, serán capaces de alcanzar ese estadio. he aquí la mayor verdad sobre el hombre, aquellos que desean la muerte, son quienes le rehuyen cuando esta asoma el rostro. En cambios, quienes nunca la mencionan, incluso por principios esotéricos, tienden a aceptar su destino.
Podrían edificarse más párrafos sobre el porqué haber perdido la senda marcada. Decir incluso que el conservador autor del libro, brindaría su apoyo pleno pleno al oprobioso asesinato que se fragua para con nosotros. Famoso es su infame beso en las manos del hijo de Servilia tras asesinar al moribundo Rey.
Sin embargo, eso sería desperdiciar tiempo, y como he escrito al principio, no es esa mi intención.
Nuestra acción ha sido marcada por el fracaso, desde un inicio, estuvo plagado de incongruencias más dignas de una novela de aventuras francesa que de una acción militar. Estuvo sustentada en la esperanza, la palabra más bonita del diccionario y el peor de los males humanos, en las ideas del genio que diseñó el proyecto.
Desde el principio, nuestro enemigo se vistió de errores y soberbia, la peor de las condiciones humanas. Nuestra balada ha sido una danza de equívocos cruzados. Ni ellos ni nosotros alcanzaremos la eternidad. Nuestros nombres no se equiparan jamás con el del oriundo de Aprium. Sus nombres no gozarán del romance con el que se evoca a Marco Antonio.
Aun así, nuestros destinos se cruzan como líneas sobre líneas, y al igual que las extremidades del más genial de los oradores, las nuestras serán encontradas entre las ruinas de un edificio destinado a la justicia y la paz. La casa ha sido perdida.
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